| La noche del d챠a en que comet챠 ese acto cruel me despertaron gritos de "징Fuego!". Las cortinas de mi casa estaban en llamas. La casa entera ard챠a. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un sirviente y yo. Todo qued처 destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y, desde entonces, me resign챕 a la desesperaci처n. Estoy por encima de la debilidad de intentar establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad que cometÃ. Me limito a detallar una cadena de hechos, y no quiero dejarme ni un posible eslabón. Al dÃa siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las paredes, salvo una, se habÃan desplomado. La que quedaba en pie era un tabique, de poco espesor, situado en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama. El yeso del tabique habÃa resistido, en gran medida la acción del fuego, cosa que atribuà a su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se habÃa reunido alrededor de esta pared y varias personas parecÃan examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras "¡extraño!, ¡raro!" y otras expresiones semejantes despertaron mi curiosidad. Me acerqué al lugar y vi, como grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión maravillosa. HabÃa una cuerda alrededor del pescuezo del animal. Al contemplar por primera vez esta aparición -porque apenas podÃa considerarla otra cosa-, mi asombro y mi terror eran extremos. Pero al fin la reflexión vino en mi ayuda. El gato, como recordé, habÃa quedado ahorcado en el jardÃn, cerca de la casa. Cuando sonó la alarma del incendio, este jardÃn fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y alguien debÃa de haber cortado la cuerda y tirado el animal en mi habitación por la ventana abierta. Seguramente lo habÃa hecho con la intención de despertarme. La caÃda de las otras paredes habÃan empotrado a la vÃctima de mi crueldad en la masa de yeso recién aplicada, cuya cal, junto con las llamas y el amoniaco desprendido del cadáver, habÃa producido entonces la imagen tal y como yo la vi. Aunque asÃ, fácilmente, estas explicaciones calmaron mi razón, si no enteramente mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido no dejó de impresionar profundamente mi imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo este periodo mi espÃritu experimentó un vago sentimiento que recordaba, sin serlo, el remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar en los envilecidos lugares que habitualmente frecuentaba otro animal de la misma especie y de una apariencia semejante, que pudiera ocupar su lugar. Una noche, mientras estaba sentado, medio borracho, en una más que infame taberna, de pronto me llamó la atención un objeto negro que yacÃa sobre la tapa de uno de los enormes toneles de ginebra o de ron, que constituÃan el principal mobiliario del lugar. Durante algunos minutos yo habÃa estado mirando fijamente la parte superior de ese tonel, y lo que me sorprendió entonces fue el hecho de no haber visto antes el objeto que se hallaba encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y con un gran parecido a él en todos los aspectos, salvo en uno. Pluto no tenÃa ni un pelo blanco en el cuerpo, pero este gato mostraba una mancha blanca, grande aunque indefinida, que le cubrÃa casi todo el pecho. Cuando lo toqué, se levantó enseguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Este era, pues, el animal que andaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero esa persona me dijo que no era dueño, que no sabÃa nada del gato, y que nunca antes lo habÃa visto. Seguà acariciando el gato y, cuando me levanté para marcharme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permità que lo hiciera, y a ratos me inclinaba y lo acariciaba mientras venÃa a mi lado. Cuando estuvo en casa se acostumbró enseguida y pronto llegó a ser el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, enseguida descubrà que surgÃa de mà una antipatÃa hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo habÃa esperado, pero sin que sepa cómo ni porqué ocurrÃa, su evidente afecto por mà me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; una cierta vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me prohibÃan abusar de él fÃsicamente. Durante algunas semanas no le pegué ni lo maltraté con violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si escapara de la emanación de la peste. Lo que, sin duda, aumentaba mi odio hacia el animal fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traÃdo a casa, de que aquel gato, igual que Pluto, habÃa perdido uno de sus ojos. Sin embargo, precisamente esta circunstancia lo hizo más querido de mi mujer, quien, como ya he dicho, poseÃa en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez habÃan sido el rasgo distintivo de mi temperamento y la fuente de muchos de mis más simples y puros placeres. Con mi aversión hacia el gato, su cariño por mà parecÃa a la vez aumentar. SeguÃa mis pasos con una pertinacia que me serÃa difÃcil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venÃa a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba a pasear, se metÃa entre mis pies, y asÃ, casi, me hacÃa caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esta forma trepaba hasta mi pecho. En aquellos momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me sentÃa, no obstante, refrenado; en parte por la memoria de mi crimen anterior, pero principalmente -déjenme confesarlo ya- por un terrible temor al animal. No era exactamente aquel temor miedo a un mal fÃsico, y, sin embargo, no sabrÃa como definirlo de otro modo. Me siento casi avergonzado de admitir, sÃ, incluso ahora, desde esta celda para criminales, casi me siento avergonzado de admitir que el terror y el horror que aquel animal me causaba habÃan sido alimentados por una de las más insignificantes quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez, mi mujer me habÃa llamado la atención sobre el aspecto de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituÃa la única diferencia visible entre esa extraña bestia y la que yo habÃa matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, habÃa sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente, casi imperceptiblemente, forma de que mi razón luchó durante largo tiempo para rechazar ese cambio como imaginario, la mancha fue adquiriendo una rigurosa nitidez en sus contornos. Era la imagen de un objeto que tiemblo al nombrar -y por ello sobre todo odiaba, temÃa y me habrÃa librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-, era, digo, la imagen de una cosa atroz, horrible, ¡la imagen del patÃbulo! ¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonÃa y de la muerte! Y entonces sentÃa de veras sobre mà una desgracia mayor que la simple desgracia humana. ¡Y pensar que una bestia, cuyo semejante yo habÃa destruido desdeñosamente, una bestia podÃa obrar sobre mÃ, sobre mÃ, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios, tanta insufrible miseria! ¡Ay, ni de dÃa ni de noche conocÃa ya la bendición del descanso! De dÃa el animal no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella cosa en mi cara y su enorme peso -carnada pesadilla que no tenÃa yo el poder de quitarme de encima- descansando eternamente sobre mi corazón. Bajo la opresión de tormentos como éstos, sucumbió en mà el débil vestigio del bien. Ya mis únicos acompañantes Ãntimos eran pensamientos malvados, los más oscuros y los más malignos pensamientos. El mal humor de mi disposición habitual creció hasta convertirse en un odio a todas las cosas y a toda la humanidad; y mi mujer, que de nada se quejaba, era la más habitual y más paciente vÃctima de las repentinas, frecuentes e incontrolables explosiones de furia a que me abandonaba entonces ciegamente. Un dÃa ella me acompañó, cuando iba a algún quehacer doméstico, al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obliga a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y casi me hizo caer cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando, en mi rabia, el temor infantil que hasta entonces habÃa detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera causado la muerte instantánea al animal, de haber caÃdo como deseaba. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Provocado por su intervención, estalló en mà una rabia más que demonÃaca; logré soltar mi brazo de su mano y le hundà el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido. Consumado el horrible asesinato, me dediqué deliberadamente a la tarea de ocultar el cuerpo. SabÃa que no podÃa sacarlo de casa, ni de dÃa ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé cortar el cadáver en pequeños trozos y destruirlos con el fuego. En otro momento decidà cavar una tumba en el suelo del sótano. Luego consideré si debÃa arrojarlo al pozo del jardÃn, y, con los trámites normales, llamar a un mozo de cuerda para que lo retirase de la casa. Por fin, encontré lo que me pareció un recurso mucho mejor que cualquiera de estos. Decidà emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media hacÃan con sus vÃctimas. Para un propósito semejante el sótano era idóneo. Las paredes no habÃan sido sólidamente construidas y se le habÃa aplicado una capa de yeso basto, que la humedad del ambiente no habÃa dejado endurecer. Además, en una de las paredes habÃa un saliente, motivado por una falsa chimenea, que se habÃa rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. No tenÃa dudas de que fácilmente podÃa quitar los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y taparlo todo como antes, de manera que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso. Y mis cálculos no me desilusionaron. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos, y después de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo apuntalé en esa posición y casi sin dificultad volvà a colocar los ladrillos en la forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé con la mayor precaución posible un yeso que no se podÃa distinguir del antiguo, y revoqué cuidadosamente, de nuevo, el enladrillado. Cuando acabé, me sentà satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La pared no mostraba la menor señal haber sido alterada. Recogà del suelo los desechos con el más minucioso de los cuidados. Triunfante, miré alrededor y me dije: "AquÃ, por lo menos, no he trabajado en vano." Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia que habÃa sido la causa de tanta desdicha; porque al fin me sentà resuelto a matarla. Si hubiera podido encontrar el gato en ese momento, su destino habrÃa quedado para siempre sellado; pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi anterior acceso de cólera, se negaba a presentarse mientras yo siguiera de mal humor. Es imposible describir, ni imaginar, el profundo y dichoso sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y asà al menos durante la noche, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; ¡sÃ, pude dormir, incluso con el peso del asesinato sobre mi alma! Pasaron el segundo y el tercer dÃa, y aún no volvÃa mi atormentador. Una vez más respiraba como un hombre libre ¡El monstruo aterrorizado habÃa huido del lugar para siempre! ¡No volverÃa a verlo jamás! ¡Mi felicidad era suprema! La culpa de mi negro acto me molestaba poco. Se habÃan hecho algunas indagaciones, pero éstas hallaron respuesta sin dificultad. Incluso habÃan registrado mi casa, pero por supuesto, no se descubrió nada. Yo consideraba asegurada mi felicidad futura. Al cuarto dÃa, después del asesinato, un grupo de policÃas entró en casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa investigación. Seguro de que mi lugar de ocultación era inescrutable, no sentà la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin explorar. Al fin, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latÃa tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Crucé los brazos sobre el pecho y me puse a dar vueltas despreocupadamente. Los policÃas quedaron totalmente satisfechos y se disponÃan a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser reprimido. ArdÃa en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo, y de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia. -Caballeros-dije, por fin, cuando el grupo subÃa la escalera-, me alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo a todos felicidad, y un poco más de cortesÃa. Por cierto, caballeros, esta es una casa bien construida- en mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad no me daba completa cuenta de mis palabras- me permito decir que es una casa de excelente construcción. Estas paredes (¿ya se marchan ustedes, caballeros?), estas paredes son de gran solidez- y entonces, empujado por el puro frenesà de mis bravatas, golpeé pesadamente con el bastón que llevaba en la mano sobre esa misma parte de la pared de ladrillo detrás de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi alma. ¡Qué Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas se habÃa silenciado la repercusión de mis golpes, cuando ¡una voz me contestó desde dentro de la tumba! Un quejido, al principio ahogado y entrecortado como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta transformarse en un largo, fuerte y continuo grito, totalmente anómalo e inhumano, un aullido, un quejumbroso alarido, mezcla de horror y triunfo, como sólo pudiera surgir en el infierno, al unÃsono, de la garganta de los condenados en su agonÃa y de los demonios gozosos en la condenación. Hablar de mis propios pensamientos de entonces es un disparate. Desmayándome, di unos tambaleantes pasos hacia la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me habÃa inducido al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡HabÃa emparedado al monstruo en la tumba! El gato negro fue escrito en 1842, apareci처 en Filadelfia en 1843, en el Saturday Evening Post. Edgar Allan Poe |
miércoles, 11 de junio de 2008
El Gato Negro ( parte II )
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Muy buen cuento el que trajiste de maestro Poe y aunque se que era mejor como cuentista que como poeta te dejo uno de sus poemas preferidos por mi SOLO (ALONE) Desde el tiempo de mi ni챰ez, no he sido
ResponderEliminarcomo otros eran, no he visto
como otros ve챠an, no pude sacar
mis pasiones desde una com첬n primavera.
De la misma fuente no he tomado
mi pena; no se despertar챠a
mi coraz처n a la alegr챠a con el mismo tono;
y todo lo que quise, lo quise solo.
Entonces -en mi ni챰ez- en el amanecer
de una muy tempestuosa vida, se sac처
desde cada profundidad de lo bueno y lo malo
el misterio que todav챠a me ata:
desde el torrente o la fuente,
desde el rojo pe챰asco de la monta챰a,
desde el sol que alrededor de m챠 giraba
en su oto챰o te챰ido de oro,
desde el rayo en el cielo
que pasaba junto a m챠 volando,
desde el trueno y la tormenta,
y la nube que tom처 la forma
(cuando el resto del cielo era azul)
de un demonio ante mi vista. Edgar Alan Poe